El
mar estaba agitado y la marea seguía subiendo. Los turistas se habían retirado
a sus habitaciones y quizá se duchaban y acicalaban para reconquistar a sus
parejas durante sus escasos días de descanso. Era el momento perfecto para
sacar a pasear a los caballos. Mientras unos corrían libremente, otros yacían
tumbados agradeciendo el frescor de la arena del atardecer. Claudia disfrutaba
viendo cómo sus nuevos compañeros vivían ajenos a su penoso día a día y
engullían un minuto tras otro, saboreándolos como si los padecimientos
anteriores nunca hubieran existido. Para Claudia éste era el mejor momento del
día y lo demostraba con ilimitadas carantoñas hacia Lula, la yegua recién
llegada y desconfiada que no se separaba de ella ni a sol ni a sombra.
El
Sol se iba apagando lenta pero inexorablemente cuando un estruendo rompió la
armonía del idílico momento. Los caballos, demasiado dependientes de los
humanos que les cuidaban, lejos de huir se quedaron inmóviles esperando una
respuesta de Claudia. La muchacha no podía creer lo que estaba pasando. Uno de
los vecinos del tranquilo poblado en el que vivía desde hacía sólo unos meses,
cansado de no sabía bien qué, se había armado con una pistola y había comenzado
a disparar hacia los caballos. La inexperiencia en el manejo del arma erró los
primeros disparos, pero a medida que se acostumbró a empuñar el mortal
instrumento, se reafirmó en lo que estaba haciendo y la determinación le
llevaba a realizar disparos cada vez más atinados.
Sabiendo
que la vida de los caballos dependían de ella y sólo de ella, Claudia aceptó a
regañadientes que la única opción pasaba por ordenar a los equinos que se
arrojasen al océano, a pesar de que la consecuencia más probable fuese el
ahogamiento. Con un único gesto de cabeza, los caballos obedecieron y se
lanzaron al agua con fe ciega en su cuidadora. Claudia se oponía a dar esa
orden también a Lula, pero siendo el único animal que quedaba en la playa, la
ira del vecino se centró en ella. Había de seguir el camino de sus congéneres.
La
niña no recuerda muy bien por qué, pero los disparos cesaron. Todos los
caballos se encontraban en el agua y algunos habían comenzado a hundirse. Aún
sin saber muy bien qué hacer, se lanzó al mar y uno por uno fue rescatando a
los equinos y poniéndolos a salvo en la orilla, donde otros habitantes del
poblado ya se habían concentrado para ayudar a los animales. La niña echó una
rápida ojeada y vio que aún faltaban dos caballos. Se sumergió en el agua y
unos metros bajo ella vio a uno de ellos. Buceó hasta él y en unos minutos el animal
se encontró en la playa a salvo.
Claudia
nunca había buceado. Ni siquiera había sido capaz de sumergir la cabeza bajo el
agua sin tapar la nariz con los dedos, pero nunca después se paró a pensar en
ello. Y menos en ese momento, cuando lo único que le importaba era salvar el
caballo que aún quedaba en el mar. Se distanció un poco más de la orilla para
darse cuenta que a la deriva viajaba un bergantín semicubierto por las llamas.
A bordo de la nave, un pasajero pedía auxilio a Claudia: Su familia viajaba a
bordo y necesitaba la ayuda de la muchacha para salvarlos. Sin embargo, ella sólo
pensaba en su caballo y en la necesidad de salvarlo. Nadó alrededor del barco,
se asomó en una de las dependencias y vio a una anciana muerta. Supuso que era
la abuela del pasajero, a quien éste buscaba desesperadamente, pero no
reaccionó. El cuerpo de la mujer se encontraba en proceso de descomposición,
pero eso tampoco la extrañó. No le importaba nada de lo que estaba pasando en
ese barco si su caballo no estaba en él. A pesar de que tenía la certeza de que
encontraría al caballo sano, no cejaría hasta hallarlo y devolverlo a la orilla
con ella.
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